(…)
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome
el país sin el agua,
me
la bebería toda para escupir al cielo.
(…)
Me
he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos
seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de
agua
y
vivir secamente.
Esta
noche he llorado al conocer a una anciana
que
ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes. (…)
“La isla en peso”.
Virgilio Piñera
Dentro
del panorama del performance cubano actual un nombre que se torna ya
imprescindible es el del joven Carlos Martiel Delgado Sainz (La Habana, 1989),
cuyas acciones resultan particularmente provocadoras por la manera tan audaz en
que comprometen su propia salud física y mental, desde gestos que parten de la
autoflagelación y el sacrificio como productores de sentido. Generalmente hay
un momento del desarrollo de la obra en que el artista pierde el control sobre
su cuerpo y su destino futuro, para quedar sometido a los designios del azar,
del entorno, de los “otros” (entiéndase colegas, extraños, transeúntes
ocasionales). Pensemos en una acción como “Marea”, del año 2009, en la que el
creador permanece enterrado hasta el cuello en las arenas de la playa
capitalina La Concha, por un margen de 2 horas, a la espera de la subida de la
marea, con lo cual pone en riesgo su vida. Martiel parece recordarnos que
nuestra relación con el mar está signada por la tragedia, la colisión, la
pérdida. Esperar la llegada del mar en un acto de naturaleza suicida, no puede
dejar de estar asociado a un discurso sobre la emigración insular, esa que hoy
nos parece un tópico harto manido, pero que aún continúa teniendo suma
vigencia, en tanto numerosas vidas continúan dependiendo de la suerte del
intento. El mar podía decidir en esas dos horas la existencia toda de Carlos,
tanto como ha decidido históricamente la de muchos cubanos que han padecido el
desarraigo. La pregunta interesante sería por qué un joven que no pasa de los
24 años de edad decide autocastigarse, entregarse a una penitencia que simula
ser fruto de las lógicas del absurdo, pero que en realidad deviene estrategia
consciente de sumisión, de laceración individual, de enajenación y carencia de
utopías. Quizás esa sea su forma de protestar ante una sociedad que estima
decadente, sórdida.
Otra
obra que guarda relación con el tema migratorio es “Adonde mis pies no lleguen”
(2011), en la que el performer es sometido a la inyección de un anestésico que
lo hará luego desfallecer en su afán de emprender la marcha encima de un bote,
cual huida que conduce a la redención. Aquí resulta reveladora la complicidad
del enfermero al hacer su parte en la obra, desde el clandestinaje y la
ilegalidad que supone la incorporación de una sustancia sedante sin previa
consulta y aprobación médica. Sin embargo, es evidente que al creador no le
interesa denunciar dichas irresponsabilidades en el orden social; no creo sea
esa su intención. Antes, prefiere ahondar en la pérdida del control individual
sobre nuestras acciones, o sobre el modo en que ciertos empeños de traslación
son obstruidos por la fragilidad de algunas voluntades. La contraposición de
significados entre el objetivo mismo del desplazamiento, y el efecto
paralizador de la sustancia suministrada, le otorga a la pieza un atractivo sui generis, francamente perturbador.
También
medular me resulta “Corpus Cristhi” (2009). Efectuado en Galería Habana, en el
contexto de la Décima Bienal de La Habana, en este performance Martiel se
presenta desnudo ante el público (como es habitual en la mayoría de sus
acciones); con un plumón marca la heridas existentes en su cuerpo, ya
cicatrizadas, y luego las reabre con una cuchilla. Recuerdo que ese día en
Galería Habana me sentí fuertemente impresionado por la valentía de la
propuesta, y por la dimensión simbólica de esa sangre derramada por el cuerpo
del artista. Los procesos de sanación y apertura de las heridas son cíclicos;
ninguna fisura o lesión está cerrada de manera definitiva, sino más bien
sometida a los vaivenes de la historia. Toda rehabilitación es aparente: detrás
vendrán luego nuevas grietas. Cristo se inmoló por una humanidad deteriorada,
derruida, que pedía a gritos la salvación. Martiel hace lo mismo en un país en
sombras, en penurias, al borde de numerosos abismos.
En
“Dejarse llevar” (2009) es un caballo quien decide el rumbo a seguir, mientras
el artista permanece tendido e inmovilizado sobre este, amarrado con cuerdas a
sus extremidades inferiores y tórax. Pensar en la simbología del “caballo” en
el imaginario popular cubano, en relación con nuestro universo político,
implicaría una lectura en extremo simple y vulgar. Prefiero pensar en esos
instintos animales que todos tenemos incorporados, y en lo cercanos que estamos
de ese reino del que provenimos de manera irremediable, por más que el
raciocinio y el pensamiento lógico se empeñen en afirmar nuestra superioridad.
Esta vez se invierten los roles habituales: es el animal quien nos somete,
quien nos subyuga, en un gesto en el que sentimos minimizada nuestra condición
hegemónica.
Si
bien las anteriores son obras sólidas, una de las acciones que estimo más
contundentes dentro de la trayectoria del artista es “El cuerpo del silencio” (2009),
efectuada en el jardín de la escuela de música Alejandro García Caturla. Aquí
la acción consistió en atravesar un rosal desnudo, con las numerosas heridas
que ello supone para el cuerpo. Es sin duda estremecedor el gesto: de un
espacio tan sublime como el rosal, el creador escoge el costado más duro, el de
las espinas y la violencia física. Antes que el perfume de las rosas, prefiere
las secuelas del dolor. Antes que la bondad de los olores y la suavidad del pétalo,
la textura agreste del aguijón. Se trata de una pieza tierna en la medida en
que es descarnada; bella al tiempo que punzante. ¿Para qué fingir que habitamos
la fragancia de las rosas, si tenemos las espinas bien clavadas en el alma?
Basta ya de aromas simuladas, cuando el hedor espiritual y el malestar
colectivo nos invaden por doquier. Ese es probablemente el mensaje que nos
transmite Martiel con esta soberbia obra.
También
en la Décima Bienal, y en Galería Habana, tuvo lugar “Integración” (2009), en
la que el artista coloca excrementos sobre sus ojos y luego comienza a lamer el
suelo de la galería. Justo cuando el tema de la bienal era “Integración y
resistencia en la era global”, Martiel nos propone la integración como
obediencia, como rendimiento y humillación. En el statement de la pieza, el creador apunta: “Solo basta con degradar
una visualidad por demás marginada e intentar integrarse a la infranqueable
realidad. Son los marginados sociales sujetos carentes de orgullo propio”. Con
lo cual es evidente que pudiera haber una reflexión relacionada con la suerte
del otro cultural (categoría en la
que clasifica el artista por partida triple: racial, geográfica y
socio-política). Asimismo, se hace patente un comentario mordaz al interior de
la propia Institución-Arte, sobre todo en lo que atañe a sus mecanismos
dominación y servilismo. Deslizar la lengua por el suelo de un sitio tan
legitimador como lo es Galería Habana, equivale a reconocer la persistencia del
arribismo y la adulación como prácticas comunes de inserción en el séquito de
los elegidos. Una estrategia efectiva que permite, a aquellos que habitan el
margen, transitar de los resquicios de la periferia a las bondades del centro.
En
relación con el elemento racial y el posible eje de reflexión en torno a este,
se ubica igualmente la acción titulada “Sabiduría”, del año 2007. Esta vez el
creador se coloca sobre el jardín de la Academia de Artes Plásticas San
Alejandro y, encima del césped, dibuja con su boca –desenterrando la hierba– un
símbolo que, según nos indica, “para la tribu africana de los Mali representa
la sabiduría”. Propuesta de una dimensión fuertemente antropológica, que se
degusta con agrado por su perspicacia. ¿Qué conexión pudiera existir entre el
símbolo de cognición y la postura animal (cuadrúpeda) en que el artista acomete
la acción? ¿Qué nos quiere transmitir el creador? ¿Que allí donde Occidente ve
primitivismo y animalidad se transparenta una forma otra del saber, no menos auténtica? ¿O estamos ante una metáfora de
lo gnoseológico como indocilidad, como intransigencia? No me queda muy clara la
respuesta; no obstante, la obra me intriga, y eso es suficiente para amarla.
En
la Oncena Bienal de La Habana, Carlos participó ya no con obras dentro de un
proyecto colectivo (como fue el caso de sus intervenciones en la Décima Bienal),
sino con una muestra personal en el importante Centro de Arte Contemporáneo
Wifredo Lam, lo cual obviamente supuso para su joven carrera un punto decisivo
de inflexión, muy para bien. La expo llevó por nombre Simulacros, y estuvo integrada, de un lado, por cuatro
documentaciones en vídeo que registraban respectivamente igual cantidad de acciones
del artista, y, de otro, por una actuación in
situ, sobre la cual me detendré por su impacto, titulada “Hijo pródigo”. En
este caso el artista clavó sobre la piel de su pecho cinco medallas
pertenecientes a méritos de su padre, con lo cual nos está indicando que los
verdaderos lauros se portan en la carne, bien adentro, y no sobre el resguardo
simbólico de una vestimenta alusiva a las instancias de poder. Los méritos y
logros son parte de una esencia muy íntima, no de un gesto aparencial, de
ostentación que encubre carencias. El hijo pródigo
le dice esta vez al padre que una medalla ha de portarse con orgullo pero
también con la marca irrevocable del dolor; el resto es demasiado fácil, no
vale. Y no puedo evitar (sé que estoy viciado por el contexto y sus manías
localistas) leer en el número cinco cierto aire de cinismo. Ese dígito forma
parte ya de un acervo cultural y socio-político del que no podemos zafarnos tan
fácilmente. Me resisto a pensar que el hecho de escoger justo esa cantidad de
medallas haya sido fruto del azar y la impremeditación. Carlos no es nada
ingenuo.
Injusto
sería si no apunto la cardinal influencia que desde el punto de vista
pedagógico y artístico desempeñaron Tania Bruguera y su Cátedra Arte de
Conducta sobre los inicios de la carrera de Martiel, quien fue egresado de
dicha experiencia docente, al igual que otros un tanto mayorcitos, aunque
también muy jóvenes, como Javier Castro, Reynier Leyva, Grethell Rasúa, Celia
& Junior, Jeanette Chávez, nombres ya insoslayables a la hora de historiar
el arte cubano de los últimos diez años. Oportuno sería entonces seguirle el
rastro a este novel artífice del arte cubano del performance, alguien cuya fidelidad
a las artes de acción procesual se torna doblemente loable, en estos tiempos en
que el mercado lo invade y lo decide todo (o casi todo). Un creador cuya fibra
ética le permitiría, con Virgilio Piñera, soportar sobre sí el peso de su Isla (el peso de una isla en el amor de un pueblo).