jueves, 6 de enero de 2011

Rufo Caballero. Un nuevo nacimiento, la fuerza de un legado




Este miércoles 5 de enero, alrededor de las 8: 45 pm, falleció una de las figuras cimeras de la cultura cubana de los últimos 25 años: el ensayista, profesor y crítico Rufo Caballero Mora (Cárdenas, 1966). Doctor en Ciencias, con 12 magistrales libros publicados en solo 44 años de vida, acreedor del Premio de Ensayo Hispanoamericano Lya Kostakowsky, el Premio de Ensayo sobre Cine Iberoamericano y el Caribe, el Premio de la Academia de Ciencias de Cuba, el Premio Nacional de Crítica Cinematográfica y la Distinción por la Cultura Nacional (entre otros lauros), con una meritoria y sostenida labor en los medios televisivos y de prensa escrita de nuestro país, su obra se encontraba en pleno auge y madurez, en un ascenso vertiginoso. Sin embargo, la muerte hizo de las suyas, decidió interponerse y obstruir una carrera en extremo promisoria. Así es la vida de incierta y azarosa, movediza.

Conocí a Rufo durante mis años de estudios universitarios, allá por el cuarto año de la carrera Historia del Arte. Antes lo había leído con intensidad, pero nunca habíamos coincidido o compartido una charla. La posibilidad de contar con su presencia en las aulas en calidad de docente, fue para mí un verdadero alumbramiento. ¡Qué autoridad la de esos conocimientos impartidos¡ Qué solidez, seguridad. Locuacidad. Su dominio del lenguaje resultaba apabullante, enceguecedor. Era un orador con un poder de convencimiento admirable. Con él aprendí a interpretar el cine, a pensarlo. Sus lecciones eran un golpetazo en la sien, todo el tiempo me avergonzaban de mi ignorancia, a la vez que me ensanchaban el cerebro, me movían suelo y tierra. Puedo afirmar con total honestidad que una buena parte de lo que soy como crítico, se lo debo a sus encomiables (y envidiables) conferencias o talleres. Y a la lectura de sus textos, sin duda, los que hacen gala de una prosa genuina, en suma personal y seductora, polémica, problematizadora.

Siempre estimé su valentía crítica y exegética. Cuando otros preferían ir a favor de la corriente, del consenso que facilitaba el camino y aseguraba credibilidad, Rufo gustaba en cambio de los retos, de las provocaciones y abismos escriturales. Nunca le temió al canon ni al peso de la tradición. Confió todo el tiempo en su ojo, en la reciedumbre de sus conocimientos. No son pocos los “vacos sagrados” que desmitificó, los jóvenes talentos por los que apostó.

Sus textos, más que describir o valorar, se encaminaban hacia la interpretación cultural, hacia la decodificación y el hallazgo de significados, mensajes, ideas. Para ello poseía un talento descomunal. Uno podía o no estar de acuerdo con sus juicios, pero difícilmente estaba en condiciones de argumentarlos con la misma profundidad y consistencia.

También defendió con mucha vehemencia la pasión como un componente esencial –y necesario- del acto crítico. No gustaba de las críticas frías, austeras, despersonalizadas. Creía que, amparadas en la presunta y proclamada “sobriedad”, estas escondían muchas veces faltas de “agallas”, de “sangre por las venas”, como acostumbraba decir. Cobardía. Rufo era un poscrítico de los más legítimos. Para él la crítica era ante todo un género literario, y por tanto arte, ficción. De ahí que se permitía las licencias más insospechadas, los juegos más osados con el lenguaje, sin desatender jamás, eso sí, la inflexión poética de su prosa.

Sus interpretaciones del cine posmoderno, del nuevo cine latinoamericano y el cine negro, de la plástica cubana de los años noventa y dos mil, así como de poéticas puntuales como las de Pedro Almodóvar, Humberto Solás, Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Pérez, Raúl Martínez, Antonia Eiriz, Rocío García, Agustín Bejarano, Arturo Montoto, entre muchos otros nombres que se pudieran mencionar de una lista bien extensa, representan un legado inestimable para la cultura cubana de todos los tiempos. Leer a Rufo Caballero es una experiencia obligada para las futuras generaciones de artistas, críticos, investigadores, profesores, estudiantes, etc. El conocimiento de su obra supone un camino seguro hacia la iluminación. Hacia el trance.

También lo recuerdo con agrado en sus brillantes disertaciones en Lucas y en La Columna, un programa este último que nunca debió dejar de existir, por el bien de nuestro sistema cultural. Sus palabras eran a un tiempo sagaces, penetrantes, amables o lapidarias, pero siempre alejadas de cualquier lugar común o sendero trillado. Sus habilidades comunicativas ante cámara resultaban impresionantes por su espontaneidad y frescura, por su enjundia. Tampoco olvidaré sus célebres tertulias de Villa Manuela (Provocaciones), un verdadero tsunami dentro del contexto plástico cubano de los últimos años.

Pero más importante que todo lo anterior, es que lo recuerdo como amigo, como un sincero y leal amigo. No fueron pocos los “cocotazos” que recibí de su mano, los regaños y señalamientos, pero todos ellos me ayudaron a crecerme enormemente (en el orden profesional y como ser humano). Recuerdo su pasión por el baile –sobre todo la salsa. Cuando salíamos a alguna disco y comenzaba la música house, la tecno, él se sentaba y me decía: “eso no se vale, me hiciste trampa, habla con el DJ y dile que ponga casino”.

También gustaba mucho de la playa. Coincidíamos en ocasiones Jesús (“Joshua”, como él le apodaba, quien era uno de sus mejores amigos), él y yo, siempre en las tardes, pues odiaba el sol del mediodía. En el agua hablábamos de cine, de pintura, dábamos “cuero” a figuras del “mundillo” (en eso era genial, tenía un sentido del humor muy aguzado). Le fascinaba poner motes a sus amigos y compañeros; a mí me llamaba “Pitega” (por Píter y Ortega). Otros –muy renombrados y famosos, cuyos nombres no revelaré- terminaron convirtiéndose en caricaturas verbales deliciosas.

Por el momento es suficiente. Pudiera parecer muy kitsch, o cursi, pero en este instante, mientras escribo, corren lágrimas por mis mejillas. Y no me permitiré eso. De ninguna manera. A él no le hubiese gustado verme así. Dondequiera que esté me recordará siempre alegre, optimista, con la cabeza bien en alto. Así lo recordaré yo, sin lágrimas, como el gran ensayista y amigo que fue, también divertido y gozador de la vida. A fin de cuentas, no hay motivo para llorar; él no se ha ido, nunca lo hará. Estará eternamente en las aulas de Artes y Letras, del ISA, en nuestras bibliotecas y librerías, en nuestros textos y conferencias, en nuestros jóvenes cineastas, en nuestra televisión… En nuestras mentes. Su influencia será arrolladora, imborrable. Contra su legado no habrá fuerza que pueda. Apenas acaba de nacer.


La Habana, 6 de enero de 2011.