martes, 15 de junio de 2010

FABELO Y LA CAJA DE PANDORA




Los personajes de Roberto Fabelo (Camagüey, Cuba, 1950) habitan un universo suprarreal, onírico, un paraje donde la fantasía y el poder de la imaginación se disparan hasta niveles paroxísticos. Un mundo paralelo que tiene sus leyes propias, sus códigos de comportamiento y de eticidad. Se trata de seres que escapan a nuestro alcance racional, y que nos seducen de un modo irrefrenable, arrollador. Sirenas, faunos (sátiros), hombres-pájaros, centauros, entre otras figuras que evidencian esa obsesión del autor por la mixtura entre formas humanas y animales, desfilan ante nuestros ojos sembrando duda, misterio, empatía. O bien divisamos enanas, gordas, y otras féminas desnudas en las que generalmente se conjugan el placer y el displacer estéticos, el erotismo y su opuesto, la sensualidad y el grotesco más mordaz. Son cuerpos impúdicos, que provocan al espectador y estimulan la libido, pero que la vez engendran rechazo, repulsión, dada su condición deforme, hipertrofiada. Descompuesta. Esas mujeres vienen a ser una caja de Pandora en espera del espectador curioso, incauto.

Otro símbolo muy visible es la máscara. Los protagonistas de los lienzos del autor están preñados de antifaces, mayormente a modo de rostros que se superponen los unos a los otros hasta conformar varias capas de carne humana fragmentada, diversa. Pareciera que esconden su verdadera personalidad, su yo más íntimo. Viven del doblez, la simulación, el fingimiento. Han hecho del camuflaje su modus operandi básico, quizás porque el contexto así se los exige. En este sentido resulta reveladora también una de las series de acuarelas más reconocidas del artista: Pequeño teatro (1992-95), la que alude desde el propio título a las ideas apuntadas con anterioridad. En los trabajos de esta serie las poses y miradas de los personajes, así como la selección y disposición de los objetos en el campo visual, remedan una estética proveniente del campo teatral, en lo que respecta a los códigos de la puesta en escena. Y es que en sus creaciones Fabelo concibe el mundo como un enorme teatro en el que intervienen los seres más insospechados (o tal vez seamos nosotros mismos simulando una existencia otra, apócrifa, quimérica).

También hay mucha violencia en sus obras. Padecimiento, horror, barbarie. Nos enfrentamos a figuras que gritan de dolor, que sufren por motivos disímiles. Pensemos, por ejemplo, en la emblemática serie de dibujos sobre papel kraft Fragmentos vitales, realizada en los años ochenta, en la que los personajes aparecen mutilados, amarrados, contrahechos, encerrados en inmensas jarras (símbolos de hambre, penuria), o bien dormitando en lechos mortuorios, al tiempo que sus miradas se muestran dislocadas, perdidas, portadoras de una deshumanización y una miseria existencial extremas. Impresiones que son enfatizadas con el uso de una línea dura, nerviosa, agitada (que por momentos deja incompleto el acabado de las figuras), a la vez que por medio de la crudeza y riqueza textural del soporte escogido –el papel kraft– y la manera en que este es rasgado por el artista (lo que deriva generalmente en contornos irregulares, variables) y colocado directamente sobre la pared, en bruto, sin ningún otro tipo de montaje. Y justamente es esa otra de las características que distinguen el “estilo Fabelo”: el gusto por los soportes no convencionales, entre los que se cuentan además la madera, el masonite o cartón tabla, las telas estampadas, los calderos tiznados (recuérdese la muestra Mundos, en el año 2005), etc.

Pero además de ser un excelente dibujante y pintor (tanto en lo que concierne a la acuarela como al óleo), Fabelo se ha adentrado, con mucho rigor, en los dominios de la tridimensionalidad, sobre todo desde las prácticas instalativas. En esta dirección destacan las instalaciones “La mesa” (Un poco de mí, 2003), “Mundos” (2005) y “Sobrevivientes” (2008-09), esta última presentada en el contexto de la Décima Bienal de La Habana. En la primera, la atención estaba dirigida a los problemas de alimentación que acechan al ser humano contemporáneo, mientras que en la segunda se denunciaba la acción devastadora del hombre en relación con su entorno, y se presentaba a nuestro planeta y sus especies al borde del exterminio total. Ya en “Sobrevivientes” las lecturas pueden ser más punzantes, agudas. Más allá de las posibles alusiones a la cucaracha como el único sobreviviente potencial en caso de una catástrofe nuclear, y de la referencia a la metamorfosis kafkiana sugerida a través de la hibridez insecto/humano, se imponen algunas interrogantes que complejizan y enriquecen la interpretación de la obra. ¿Qué hacían estas cucarachas en un lugar tan sublime como nuestro Museo Nacional de Bellas Artes? ¿Por qué fueron a parar allí, si su hábitat más común son los detritus, la mugre? ¿Un discurso sobre el museo como institución? ¿Sobre el arte que este atesora o exhibe? El contraste entre la naturaleza del animal expuesto, y el sitio escogido para su emplazamiento, se convierte en un productor de sentido altamente sugestivo. “Nuestro museo está cogiendo cucarachas”, pudieron pensar algunos, y esa sentencia es muy fuerte… No sé si entre las intenciones discursivas del autor estaba esa. Ni siquiera deseo saberlo. He ahí una de las cualidades de todo arte, su polisemia, la multiplicidad de lecturas probables. Ya lo dijo Umberto Eco en sus teorías de la “obra abierta”: la obra no se completa hasta tanto no es recepcionada, es por ello que hay tantas obras como espectadores posibles. Todo acto de interpretación implica un acto de ejecución, de co-creación. Fabelo tiene sus cucarachas; yo tengo las mías…  

Estamos discurriendo, pues, sobre un creador prolífico, versátil, que se rejuvenece constantemente; ajeno a cualquier modismo o tendencia en boga, seguro de sí mismo, de su aura, de su credo. Uno de los maestros de la plástica cubana de todos los tiempos, quien sabe entregar su arte en la dosis y los momentos oportunos, sin excesos. Quizás por ello sea tan respetado y querido. Un digno acreedor, en definitiva, de esa máxima distinción que otorga el Consejo Nacional de las Artes Plásticas de la República de Cuba, y que le fuera conferida en el año 2004.

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