domingo, 22 de junio de 2025

Cristina Gutiérrez: La huella como destino


En cada grano de arena hay

un derrumbamiento de montaña

Dulce María Loynaz

Por Piter Ortega Núñez

I. El arte como oración del cuerpo y el alma

Cristina Gutiérrez pintando en su estudio
La obra de Cristina Gutiérrez no puede contemplarse con la mirada distraída. Es un universo que exige
silencio interior, un recogimiento parecido al que se experimenta frente al mar cuando se apaga el ruido del mundo y uno empieza a oír, por fin, la voz de las olas dentro de sí mismo. Cristina pinta desde esa orilla invisible: entre lo que se ve y lo que vibra. Entre lo que se toca y lo que se presiente. Su pintura es un acto de presencia espiritual. Una forma de oración.

Nacida en San José de Costa Rica, Cristina ha tejido su obra como se teje una vida: con dolor, con revelaciones, con pérdidas que horadan la carne y también con una fuerza luminosa que no se rinde. Su pintura es, en el fondo, un proceso alquímico: transforma el duelo en belleza, el caos en forma, lo invisible en símbolo. Porque su arte no es sólo una producción estética, sino un camino interior. Un viaje hacia el centro del alma, hacia la memoria, hacia Dios. Una meditación encarnada en materia y color.

Formada originalmente como arquitecta, su mirada ha sido educada para buscar la esencia. Nada accesorio, nada gratuito. Su arquitectura del espíritu la ha llevado a eliminar lo superfluo, a destilar cada trazo, cada gesto, hasta alcanzar la desnudez poética de lo que es. En su serie Graphos —y más aún en Petroglifos—, se revela esa pulsión por lo esencial, lo mínimo, lo silencioso. Allí donde otros verían vacío, ella halla sentido. Allí donde el mundo se agota en el ruido, Cristina propone el trazo como susurro. Como signo. Como reliquia.

Pero no todo en su obra es silencio. Hay también grito, hay carne, hay rostro. Su serie de retratos, gestuales y expresionistas, expone la intensidad del alma humana, la pasión, la angustia, la ternura. Son rostros que parecen hablar un idioma más antiguo que el lenguaje. Miradas detenidas en un instante de revelación. Su pintura no busca convencer: busca entregarse. Desde la víscera hasta el espíritu.

"A la deriva". Mixta sobre lienzo, 2024
210 x 125 cm

Cada obra de Cristina Gutiérrez es también una autobiografía sagrada. No en el sentido anecdótico, sino existencial. Las muertes de su padre y su abuelo en 1996, la pérdida de su esposo Marco diez años más tarde, los viajes iniciáticos a Oriente en la adolescencia, la infancia marcada por el mar, todo eso no es fondo: es forma. Es estructura emocional y simbólica. Es materia de su arte. El arte como catarsis, sí, pero también como transfiguración. Cada pincelada es una cicatriz luminosa. Cada línea es un rastro del alma.

El mar —que no es solo paisaje sino origen— ocupa un lugar central en su universo visual. La Playa del Coco, en Guanacaste, es su territorio espiritual. No es una geografía: es un útero. Allí donde el mar retrocede, Cristina recoge las huellas de los seres vivos, las formas dejadas por la marea, los signos que el agua escribe y borra. Su obra surge entonces como arqueología íntima del océano. Como si la artista escuchara la respiración del planeta y la fijara en el lienzo. Y a veces lo hace con los dedos, con ramas, con conchas marinas, porque su cuerpo entero participa del rito. Porque pintar, en su caso, es una forma de habitar el mundo con reverencia.

Pero no sólo el mar. También la rosa. La rosa como símbolo de lo femenino, de la Virgen, del amor herido por las espinas. La rosa que se abre como un corazón dispuesto a sangrar. Cristina pinta rosas como quien agradece, como quien reza con los colores. Y así, entre la vastedad oceánica y la fragilidad de un pétalo, va construyendo una obra donde lo sensible y lo sagrado se abrazan.

Sus colores, vibrantes y a la vez etéreos, parecen surgir de una paleta divina. Como si su pincel, más que pigmento, capturara luz. La luz del trópico, sí, pero también la luz del espíritu. Ella misma lo ha dicho: “la misión del artista es descubrir belleza en las cosas ordinarias para llevarla a los demás”. En su caso, esa belleza no es sólo formal: es espiritual. Es una belleza que transforma al que la mira. Que lo devuelve a su centro. Que lo reconcilia con el misterio.

Cristina Gutiérrez no pinta desde la superficie del mundo, sino desde sus raíces invisibles. Su obra es un espejo donde se refleja la vida interior, un templo donde lo humano y lo divino dialogan. Un gesto de amor que se abre al mundo como una flor bajo el sol del alma.


II. La rosa como revelación — Belleza, herida y gracia

En la obra de Cristina Gutiérrez, la rosa no es una flor. Es un símbolo. Un enigma. Una memoria. Una
plegaria que se abre al mundo en forma de color. Si su pintura es un viaje espiritual, la rosa es uno de sus altares. En ella se concentran muchas de sus emociones más profundas: el amor, la pérdida, la gratitud, la feminidad, la ternura, la devoción. Pero también el misterio, el sufrimiento y la redención.

"La rosa". Mixta sobre lienzo, 2003
61 x 77 cm
Las rosas que Cristina pinta no obedecen a la representación botánica ni al realismo decorativo. Son rosas encarnadas. Carnales. Rosas que han sangrado. Rosas que arden. Rosas que se abren como cuerpos heridos. En algunos lienzos, brotan como llamas danzantes, envueltas en una sinfonía de púrpuras, carmines y magentas que parecen surgir desde el centro mismo de la emoción. En otros, se desdibujan entre gestos casi abstractos, donde la flor parece una constelación interior. Hay en estas obras una gestualidad feroz, una energía casi orgánica que revela no solo el amor por la materia, sino la necesidad de expresarse desde el cuerpo. Cristina no pinta una rosa: la encarna.

Y no es casual. Las rosas aparecen en su obra como respuesta, como gratitud, como acto de fe. Son ofrendas que le hace a la Virgen María, a quien reza con el rosario, pero también son una forma de honrar la historia de sus padres: su padre solía regalarle rosas a su madre cada 14 de febrero. En esa acción cotidiana —tan íntima y sencilla— hay un legado emocional profundo que la artista ha elevado al plano simbólico. La rosa, entonces, se vuelve puente entre lo humano y lo divino. Entre el amor filial y el amor sagrado. Entre el recuerdo y la trascendencia.

Visualmente, las rosas en su obra son múltiples, cambiantes, inasibles. Hay momentos en que emergen en medio de lo oscuro, de lo denso, como una aparición luminosa. Otras veces se disuelven en campos de color que rozan lo abstracto, dejando apenas rastros, como si fueran memorias que se desvanecen. En algunas piezas, las pinceladas rápidas y expresivas recuerdan a los pétalos al caer, a la fugacidad de la belleza. Hay un lirismo doloroso en esas formas. Un canto al esplendor, pero también a su finitud.

En la rosa que Cristina pinta hay una tensión entre lo dulce y lo trágico. Porque la rosa, como bien lo entendieron los místicos y poetas, es símbolo de la gracia, pero también de la herida. Belleza que hiere. Perfume que oculta espinas. Como la vida misma. Como la mujer misma. Cristina sabe esto, y lo plasma con intensidad. Sus rosas no son ornamento: son vivencias codificadas en color. Son el alma hecha flor.

Además, la rosa dialoga con la figura femenina. No solo como icono romántico, sino como símbolo de la fertilidad, del misterio, de lo sagrado femenino. Las rosas de Cristina son cuerpos en flor. Son úteros. Son corazones. Hay algo profundamente uterino en su gestualidad. Una matriz que crea, que se abre, que sangra, que transforma. Una maternidad cósmica.

Incluso desde el punto de vista formal, estas obras condensan su evolución como artista: la vibración del trazo, la densidad del pigmento, la sabiduría en el uso del color. En ciertas piezas, el fondo oscuro intensifica el drama de la flor. En otras, el rosa y el blanco crean una atmósfera de ternura que parece invocar la infancia, el recuerdo, lo no dicho. Las rosas son una paleta emocional completa.

Cristina ha dicho que “pintar es no pensar, es fluir”. Sus rosas son el resultado de ese fluir. No hay cálculo en ellas. Son pura presencia. Puro gesto sincero. Como si, en cada flor, dejara salir una parte de su alma. Como si pintarlas fuera, también, rezarlas. Amarlas. Agradecerlas.

Y en ese agradecimiento está su belleza más profunda. Porque las rosas de Cristina Gutiérrez no son sólo pinturas. Son milagros cotidianos. Son llanto transfigurado. Son la forma que ha encontrado el dolor para volverse luz.


III. El universo como símbolo — Metáforas del alma en la obra de Cristina Gutiérrez

El arte de Cristina Gutiérrez es un sistema simbólico en movimiento. No es una representación del mundo visible, sino una traducción del mundo invisible que late detrás de las cosas. Cada forma, cada gesto, cada color que aparece en sus lienzos está cargado de una energía arquetípica, de una resonancia que desborda lo personal y alcanza lo universal. 


Uno de los ejes centrales de su universo simbólico es el mar, el cual desarrollaremos con más profundidad en capítulos posteriores. 

A ese símbolo se suma el de la huella. La huella es rastro y presencia. Es el signo de lo que ya no está, pero estuvo. Cristina pinta huellas con sus manos, con ramas, con piedras, con objetos naturales que trae de la playa. La huella se convierte en un gesto poético que habla de la impermanencia, del tiempo, de la memoria. Como arquitecta, Cristina aprendió a valorar la estructura; como artista, aprendió a soltar el control y dejar que la huella guíe la forma. Hay en ella una sabiduría oriental que la conecta con el Zen: la forma es el vacío y el vacío es la forma.

"Mar abierto". Acrílico sobre lienzo, 2007
120 x 100 cm

Otro símbolo central en su obra es la rosa, ya abordada en el capítulo anterior, pero que aquí podemos ver también como emblema del alma. La rosa, en su ambigüedad —belleza y espina, dulzura y herida— representa para Cristina la experiencia femenina en toda su complejidad. Es mujer, es hija, es esposa, es devota. Y la rosa las contiene a todas. Es también una forma de canalizar el duelo: por su padre, por su esposo, por todo lo que ha amado y ha perdido. Pintar rosas es un acto de transfiguración, de alquimia del dolor.

El color, en su universo, no es accesorio. Es símbolo en sí mismo. Cristina tiene lo que podríamos llamar una “paleta divina”: sus colores surgen de la emoción, no de la lógica. El púrpura profundo, el carmín sangrante, los verdes vibrantes del trópico, los azules del mar y del cielo, los blancos espirituales que evocan la luz. Cada obra es una sinfonía emocional donde el color no adorna: revela. En muchas piezas, los contrastes cromáticos crean un drama espiritual, una tensión entre el caos y la armonía. Otras veces, los colores se funden suavemente, como si se disolvieran en el aire. Cristina no pinta con colores: pinta con frecuencias.

Finalmente, podríamos decir que su símbolo mayor es el acto mismo de pintar. Para ella, pintar es un ejercicio espiritual, una forma de meditación activa. El lienzo es altar. El cuerpo es instrumento. El trazo es oración. Cristina ha dicho que el artista está llamado a “descubrir la belleza en las cosas ordinarias y llevarla a los demás”. En su caso, esa misión se convierte en camino místico. Su obra no es solo contemplativa: es transformadora. Nos invita a mirar el mundo con nuevos ojos, a leer los signos ocultos de la naturaleza, a entender la vida como un conjunto de símbolos que nos llaman a despertar.

En Cristina Gutiérrez, la pintura no es una técnica: es una forma de existencia. Y el símbolo no es solo una herramienta de comunicación: es una puerta abierta hacia el misterio.


IV. El rostro como espejo del alma — Retratos del silencio, la herida y la revelación

En la obra de Cristina Gutiérrez, el rostro no es simplemente un retrato ni una representación figurativa de la identidad. Es, más bien, una grieta por donde asoma el alma. Una máscara que ha sido desgarrada desde dentro. Un espejo que no devuelve lo que vemos, sino lo que sentimos. Sus rostros no son de este mundo: son umbrales entre el cuerpo y el espíritu.

"Rostros del silencio II". Acrílico
sobre lienzo, 2004, 61 x 101 cm

Estos rostros, siempre intensos, fragmentados, gestuales, a menudo femeninos pero a veces ambiguos, parecen surgir del magma emocional de la artista. No se trata de rostros descriptivos: son rostros revelados. Desnudos. Expuestos. En algunos casos, la línea que dibuja la mirada se rompe en una geometría tensa, como si la expresión misma se debatiera entre el dolor y la lucidez. En otros, la boca entreabierta sugiere un grito ahogado o una oración suspendida. Lo que Cristina pinta no es un rostro: es un estado del ser.

Muchas de estas obras pertenecen a la serie que ella misma ha titulado Rostros del silencio. Y el título es revelador. Porque hay, en todas estas pinturas, una presencia silenciosa que interroga. Son rostros que no explican, que no narran, que no justifican. Solo miran. Y al mirar, nos devuelven a nosotros mismos. Hay algo profundamente ético en ese silencio: una resistencia a la banalidad, una renuncia a lo superficial. Cristina nos enfrenta al misterio del otro. Al misterio de lo humano.

Los colores con los que trabaja refuerzan ese sentido expresionista: violetas cargados, rojos incendiarios, naranjas fulgurantes, verdes ácidos, azules heridos. Sus retratos son construidos con brochazos intensos, casi violentos, donde la materia pictórica adquiere un valor emocional. A veces, el rostro parece descomponerse; otras, se funde con el fondo. No hay contornos definidos, no hay límites claros. Todo vibra. Todo tiembla. Porque lo que está en juego no es la forma, sino la verdad.

Estos rostros nacen también de su biografía. Cristina vivió una experiencia clave en su juventud cuando viajó a París: allí comenzó a hacer retratos. Allí se enfrentó a los rostros desconocidos de otros, y a su propio rostro en el espejo de la distancia. Aquella práctica se volvió, con los años, un ejercicio de introspección. Cada rostro que pinta parece haber pasado por el fuego de su vida, por las pérdidas que marcaron su camino, por la oración constante que estructura su espiritualidad.

Pero lo más impactante de estos rostros es que no pretenden ser bellos. Son inquietantes. Son humanos. Son intensos. A veces vulnerables, a veces poderosos. A veces quebrados por una herida que no se nombra, pero que se intuye. Cristina no teme mostrar la fragilidad. Todo lo contrario: la pone en el centro. Y esa decisión la hace profundamente ética y profundamente mística.

En algunas piezas, los ojos son figuras alargadas, casi icónicas, que se repiten en varias direcciones como si el rostro estuviera multiplicado, como si viera desde más de un lugar. Otras veces, el trazo rompe la simetría y distorsiona la expresión, como si el rostro fuera una metáfora de la interioridad fracturada. Cristina sabe que no hay una sola verdad. Que el alma es plural. Que el rostro es máscara y revelación al mismo tiempo.

Como en toda su obra, aquí también el acto de pintar es un acto espiritual. Cada rostro es un fragmento de oración. Una contemplación. Una presencia. A través de estos rostros, Cristina medita, exorciza, agradece, transforma. Como si el lienzo fuera una especie de altar, y el rostro una aparición sagrada que emerge del silencio interior.

Así, los retratos de Cristina Gutiérrez no son ventanas al mundo externo, sino umbrales hacia el alma. Son seres que nos miran desde el otro lado del dolor, desde el otro lado del amor. Nos miran, y en ese gesto, nos despiertan.


V. El mar como templo — Textura, flujo y misticismo acuático

El mar en la obra de Cristina Gutiérrez es una vibración cósmica. Un espacio sagrado donde confluyen la

"Guardería de corales I". Mixta sobre lienzo
2018, 72 x 72 cm

memoria, la vida y el alma. En su pintura, el océano no se representa: se encarna. No se ilustra: se invoca. Cristina no pinta el mar como superficie, sino como misterio.

Desde su infancia en la Playa del Coco, en la costa pacífica de Guanacaste, el mar ha sido para ella un territorio íntimo, fundacional. Un espacio donde aprendió a mirar más allá de lo visible, a escuchar el silencio entre las olas, a leer las huellas que la marea deja sobre la arena como quien lee escrituras antiguas. Ese vínculo vital se transforma, en su obra, en un lenguaje espiritual. El mar no es paisaje: es herencia, cuerpo, espíritu.

Las obras que nos presenta en esta serie marina —Tormenta marina, Amanecer marino, Canto de ballena, Liberando peces, Guardería de corales, entre otras— son piezas donde lo pictórico se convierte en un acto ritual. No hay una voluntad figurativa que intente contener el mar, sino una libertad gestual que le permite ser. En estos lienzos y maderas, el mar no está afuera: está dentro. Se manifiesta en el flujo, en la textura, en los derrames, en las grietas. Cada obra es una marea que sube y baja dentro del ojo del espectador.

Lo primero que impacta es la materialidad. Cristina trabaja con medios mixtos que le permiten construir una geología propia sobre la superficie del cuadro. Pastas, arenas, resinas, pigmentos, espuma, relieves. Las texturas evocan corales, algas, sedimentos marinos. Parecen salidas de la propia entraña de la Tierra. En Algas del Pacífico, las líneas verdes vibran como organismos que flotan entre aguas turquesa, mientras que en Corallium Rubrum los tonos rosas y blancos insinúan un mundo subacuático en regeneración: fragilidad, pero también fecundidad.

Estas texturas no son sólo una apuesta plástica: son también filosóficas. Nos hablan de la imprevisibilidad de la naturaleza, del caos organizado, del poder creador del accidente. Como el mar, que nunca es igual a sí mismo, cada una de estas obras es irrepetible. Cristina permite que la materia hable. Que fluya. Que se expanda. Que se mezcle. Y ese gesto no es solamente pictórico: es espiritual. Es una rendición del ego ante la fuerza superior de lo natural.

El color, en estas piezas, es otro elemento esencial. Los azules dominan, sí, pero no son homogéneos. Hay azules oscuros de tormenta, azules celestes de calma, azules verdes de profundidad. También hay magentas, naranjas, negros y dorados que estallan como ecos de luz bajo el agua. En Amanecer marino, por ejemplo, el color naranja no describe un sol: lo sugiere. Lo evoca desde dentro de la pintura. En Tormenta marina, los trazos oscuros y las salpicaduras violentas transmiten la energía de lo indomable. La pintura se vuelve cuerpo de agua, cuerpo de fuerza.

La composición en muchas de estas obras recuerda los formatos horizontales de los paisajes marinos, pero sin necesidad de horizonte. Cristina fragmenta, alarga, rompe. A veces presenta polípticos como olas partidas, donde cada segmento conserva una unidad interior y, al mismo tiempo, participa de una totalidad rítmica. Es el mar como sinfonía.

Pero quizás lo más profundo de estas obras es su dimensión simbólica. Cada título, cada gesto, cada trazo, parece contener un acto de conexión: Canto de ballena es un susurro ancestral; Liberando peces, una metáfora del alma liberada; Corallium rubrum, una alusión a la sangre del fondo marino, a lo vivo que se esconde en lo profundo. El mar, para Cristina, es un archivo del espíritu. Un santuario de memorias. Un lugar donde la vida y la muerte se abrazan sin temor.

Su proceso creativo es también parte de este rito marino. Ella recoge conchas, ramas, piedras, residuos naturales de la playa y los incorpora a sus obras o los utiliza como herramientas de pintura. Así, su cuerpo no es ajeno al proceso: es parte del mar que pinta. Pintar se vuelve entonces una extensión del acto de habitar el mundo con reverencia.

Cristina Gutiérrez no pinta el mar: lo escucha, lo respira, lo convierte en signo. Su obra marina es un acto de comunión. Un salmo pintado con agua y fuego. Un arte que no busca dominar el mundo natural, sino integrarse a él. Ser parte de su misterio.


VI. Graphos: la huella como meditación

"Alicante". Tintas y pigmentos sobre papel
2021, 70 x 50 cm

En la serie Graphos, Cristina Gutiérrez realiza un giro decisivo hacia la esencia. Después de un camino visual exuberante y cromáticamente intenso, esta serie emerge como un susurro, como un silencio revelador: el paso hacia el vacío, hacia lo mínimo, hacia lo invisible que sostiene lo visible. Aquí, el gesto se purifica, el color se ausenta o se reduce a su vibración más sutil. La artista renuncia a la retórica de la forma para entregarse al acto esencial de trazar, como quien respira. Graphos no es una serie de cuadros: es una búsqueda.

El término “grapho”, con su resonancia técnica y filosófica, apunta hacia la raíz: grafos es trazo, escritura, marca. Pero no una escritura de palabras, sino de presencias, de lo que ha pasado y ha dejado señal. Como el movimiento del agua sobre la arena, o el arrastre de un molusco sobre la playa húmeda. Gutiérrez transfiere a la obra el lenguaje secreto de la naturaleza, sus líneas errantes, sus estructuras efímeras. La obra no representa, la obra es huella.

Esta serie nace, en parte, de una experiencia íntima y contemplativa: caminar descalza por la Playa del Coco, dejarse envolver por la textura de la arena, las piedras, las conchas, el olor salobre, el roce del viento, el sonido de las olas. La artista fotografía estas impresiones y luego las transforma en graphos. Es decir, las reinventa como signos visuales que evocan la experiencia original no desde la copia, sino desde la sensación. Este procedimiento se convierte en una forma de meditación activa, una práctica zen, en la que lo que se busca no es una imagen, sino una conciencia.

Influye aquí el contacto temprano de Cristina con las filosofías orientales. A los 13 años viajó a Japón, China, Tailandia, Singapur. De esos viajes permanece una resonancia espiritual que ahora, décadas después, reemerge en esta serie como una alquimia de lo simple. En Graphos hay una reverencia por el vacío, por el equilibrio entre el lleno y el silencio. Cada mancha, cada línea, cada gesto, está en tensión con el blanco del papel o del fondo, que no es ausencia, sino presencia invisible, espacio respirante. Menos es más, y ese menos lo es todo.

En términos formales, Cristina sustituye el pincel por herramientas inesperadas: ramas, conchas, piedras, incluso cepillos de dientes. También deja que la tinta china fluya libremente, que dibuje por sí sola, que haga su danza azarosa sobre el soporte. El gesto se vuelve orgánico, no premeditado, intuitivo. En algunos casos, el trazo es seco y breve; en otros, parece el eco de un ala. La artista cede el control a la materia. Deja que la tinta "hable", que el azar intervenga, que lo esencial emerja.

Hay en Graphos una indagación profunda sobre el concepto de huella. No como evidencia de algo perdido, sino como presencia sutil de lo que fue. La huella es un misterio: no es el cuerpo, pero lo invoca; no es el acontecimiento, pero lo insinúa. Como en la filosofía zen, la forma se disuelve en el acto de ser. Un grapho es lo que queda cuando todo ha pasado. Es memoria del instante.

Los elementos naturales están presentes no sólo como motivo, sino como estructura simbólica. La serie evoca los cuatro elementos: tierra (la arena y sus texturas), aire (las líneas flotantes), fuego (la energía del trazo), agua (la tinta que se expande). Todo remite al origen. De hecho, Cristina ha dicho que en esta serie no busca temas, sino orígenes. Y al buscar el origen del arte, encuentra también el origen de sí misma como artista.

También aparece aquí su formación como arquitecta. Hay un sentido del equilibrio compositivo, de las estructuras ocultas. Pero se trata de una arquitectura del caos controlado, del trazo libre que encuentra armonía en su propio ritmo. No hay simetría, pero sí balance. No hay rigidez, pero sí orden interno.

La Playa del Coco no es sólo escenario de inspiración: es templo, laboratorio, geografía del alma. Allí observa las huellas de aves como las hurracas, los graphos que dejan los caracoles, las redes que forma el agua al retirarse. Y esos graphos naturales, efímeros, son traducidos en estas obras que también parecen transitorias, como si fueran a desvanecerse.

Podríamos decir que Graphos es una poética de lo impermanente. Cada obra es un instante detenido. No busca deslumbrar, sino aquietar. No impone, sino invita. No narra, sino sugiere. Es una serie para mirar con lentitud, con el corazón atento.

Este tránsito hacia la esencia, hacia lo mínimo, no es una renuncia, sino una afirmación radical: la afirmación de que el arte es, antes que nada, percepción. Presencia. Respiración. En Graphos, Cristina Gutiérrez dibuja el aire, la brisa, la sal. Y al hacerlo, nos recuerda que también nosotros somos huellas. También nosotros somos graphos.


VII. Petroglifos: el alma en la piedra

Toda gran transformación nace de un cruce invisible entre la memoria y la materia. PetroGraphos 1, obra cumbre en la trayectoria de Cristina Gutiérrez, es precisamente ese cruce. Es el punto de inflexión donde se funden el pasado íntimo y la piedra ancestral, donde lo personal se vuelve cósmico, donde el dolor encuentra forma y se convierte en consagración. Esta pieza, presentada en el Festival Internacional de las Artes de Costa Rica 2024, no sólo marca un hito en su carrera: es también el umbral de una nueva serie vital, profunda, telúrica. Es el origen de los Petroglifos.

La historia de PetroGraphos 1 comienza unos quince años antes, con un dibujo íntimo, pequeño, nacido en

"Petrografos I". Mixta sobre lienzo
2024, 180 x 180 cm

un parque de Alemania. Era un día gris en el alma de la artista. La tinta salía de un dolor callado: la intuición de no poder ser madre biológica. Cristina, atravesada por la fragilidad de ese duelo no dicho, plasmó una imagen gestual, abstracta, pero cargada de una intensidad gestacional que no provenía de un cuerpo, sino de un espíritu fértil, de un alma que necesita crear para no desaparecer. Aquel dibujo fue una catarsis. Una semilla enterrada.

Mucho tiempo después, frente a una piedra, Cristina recuerda ese gesto. Ve en la roca algo que pulsa: una forma materna, cóncava, un útero mineral. La piedra se le presenta como símbolo de los ciclos, del tiempo que gesta lento, del origen al que todos pertenecemos. Y entonces comprende: la gestación no siempre necesita cuerpo, ni útero, ni parto. A veces, se da en la imagen, en el arte, en el pensamiento. La piedra le devuelve lo que la biología no le ofreció: el milagro de dar forma a lo invisible. Así decide recrear aquel dibujo antiguo, y lo hace en grande, con acrílico, con trazo firme, como quien afirma su verdad después de muchos años de silencio.

PetroGraphos 1 es, por eso, un acto de reparación. Una obra que transforma el trauma en belleza. En su complejidad gestual hay un magma de vida, un vórtice de trazos que parecen raíces, órganos, constelaciones. Y en medio de ese caos controlado, dos pequeños puntos aqua vibran como luces en la noche. Son apenas detalles, pero portan el sentido más íntimo: uno representa el alma de su esposo —ya fallecido—, el otro, ella misma. Juntos, estos dos puntos suspendidos en la vastedad de la pintura, son un homenaje al amor que no muere, a la conexión que sobrevive a la muerte. No hay aquí sentimentalismo, sino profundidad. Estos puntos no son adorno: son presencia espiritual.

A partir de esta obra nace toda la serie Petroglifos. El término condensa la fuerza de lo ancestral: “petro” (piedra), “glifo” (signo, trazo, escritura). En esta nueva etapa, Cristina vuelve su mirada hacia las inscripciones que han dejado las eras. Mira la piedra como quien lee un libro antiguo, como quien escucha una voz muy antigua. Las formas abstractas que aparecen en sus lienzos no son inventadas: son evocaciones. Son graphos de la tierra. Son mapas interiores proyectados sobre superficies rugosas, primigenias.

La artista ha expresado que, al igual que en Graphos, aquí hay una meditación profunda sobre el origen. Pero ahora el origen no es sólo personal, sino planetario. ¿Qué hay en la piedra sino la historia entera del mundo? ¿Qué se oculta en su silencio sino los siglos del fuego, del agua, del viento, de la erosión? La piedra resiste. La piedra guarda. El mar la golpea una y otra vez, pero ella permanece. Como un testigo sagrado. Como una matriz.

En esta serie, Cristina también ha manifestado su deseo de visitar las esferas de piedra de Costa Rica —un conjunto enigmático de esculturas pétreas precolombinas ubicadas en el sur del país—, vestigios que conectan el arte con lo sagrado. Hechas con precisión misteriosa, esas esferas han sido interpretadas como símbolos del universo, de lo perfecto, de lo eterno. Cristina las percibe como parte de su investigación estética y espiritual: una ruta hacia lo que somos antes de ser cuerpo, antes de tener nombre. Las esferas, como los petroglifos, hablan en silencio. Son oráculos minerales.

En esta serie, como en toda su obra reciente, Cristina sigue utilizando herramientas no convencionales: palos, piedras, conchas, instrumentos recogidos en la playa, en sintonía con los elementos. La textura es esencial: las obras tienen cuerpo, tienen relieve, parecen hechas por la tierra misma. Hay un deseo de conectar no sólo con la imagen, sino con la materia. De tocar lo eterno.

Petroglifos no busca representar. Busca recordar. No el recuerdo personal, sino el arquetípico. Lo que nos une a todos con la piedra, con el polvo, con la energía que vibra desde el centro del planeta. Cada trazo en estas obras es como una grieta, una línea de fuego, un susurro de lo que fuimos. Y también, de lo que seremos.

Cristina ya no pinta desde la herida, sino desde la integración. Ha hecho del arte una forma de maternidad espiritual. Cada obra es un hijo mineral. Cada trazo, una palabra antigua. Cada piedra, una maestra.

En Petroglifos, la artista nos entrega un nuevo lenguaje. Un lenguaje sin palabras, tallado en el alma de la piedra. Y ahí estamos nosotros, buscando sentido, reconociéndonos. Porque también somos eso: una escritura en tránsito, una huella sobre la roca del tiempo.


VIII. La luz infinita

En la obra Infinity, presentada en la I Bienal de Arte Lumínico en la Galería Nacional de Costa Rica (2024), donde obtuvo una mención honorífica, Cristina Gutiérrez traza uno de los momentos culminantes de su lenguaje escultórico contemporáneo. Con una estructura acrílica que parece flotar en el aire, atravesada por haces de luz que delinean formas abstractas en expansión vertical, Infinity se erige como un canto a lo eterno, a lo inabarcable, a la pulsación silenciosa de lo sagrado.

"Infinity", 1ra Bienal de
Arte Lumínico. Galería Nacional,
C.R. Mención de Honor
El título, “Infinity”, nos remite a lo inagotable, a aquello que no conoce límite ni clausura. En un mundo fragmentado por el caos, el miedo y la incertidumbre, Cristina propone el arte como faro. En lugar de sumirse en el abismo, su escultura se eleva como un vector de luz, como una arquitectura de esperanza. Las formas sinuosas y entrelazadas no son arbitrarias: remiten a fuerzas vitales en continuo movimiento, a energías cósmicas, a grafías del alma suspendidas en el vacío.

La luz no es aquí un simple recurso técnico; es un símbolo. Ilumina desde dentro, como si la obra estuviera viva, encendida por una conciencia espiritual. En Infinity, el arte deviene lámpara interior, revelación, epifanía. Lo escultórico se vuelve etéreo, y el acrílico, materia transparente, se convierte en soporte de lo intangible: una manifestación de lo invisible en lo visible.

Esta obra resuena con una dimensión filosófica. El infinito, en su acepción metafísica, no es solo lo que no termina: es también lo que no se puede apresar con la razón, lo que desborda toda forma. Cristina no intenta representar el infinito: lo convoca. Y al hacerlo, nos recuerda la antigua intuición platónica de que el alma humana pertenece al mundo de lo eterno, y que el arte verdadero es un puente hacia esa región luminosa donde habitan las ideas, las esencias.

En este sentido, Infinity no solo es una escultura: es un gesto metafísico, un acto de fe en la belleza, una meditación sobre la luz como lenguaje universal. En tiempos oscuros, Cristina Gutiérrez se afirma como una artista de la claridad. Su obra no elude la complejidad del presente, pero la responde con una visión elevada. El arte, para ella, no es ornamento: es brújula, es ofrenda, es afirmación de lo que permanece cuando todo cambia.

Infinity nos convoca a mirar hacia lo alto, a recordar lo esencial, a confiar en esa llama que no se apaga. En su fulgor silencioso, encontramos no una respuesta, sino una presencia. Una señal. Una promesa.


IX. El arte como sendero hacia lo invisible

Hay artistas que construyen mundos. Cristina Gutiérrez, en cambio, los revela. No como quien descubre algo nuevo, sino como quien aparta el velo para mostrar lo que ya estaba allí: lo sagrado en lo mínimo, lo eterno en lo efímero, lo absoluto en lo cotidiano.

Su obra, desde la serie de los rostros hasta la pulsación mineral de Petroglifos, no es un proyecto visual sino una forma de estar en el mundo. Cristina pinta como quien reza. Su arte es una práctica espiritual encarnada, una meditación activa que disuelve las fronteras entre el gesto y el silencio, entre el trazo y el alma, entre el mar que respira y la piedra que escucha.

El vacío, tan temido por la cultura occidental, es en su obra un espacio fértil: el lugar donde todo puede suceder. Cada línea negra que serpentea en sus Graphos es también una huella, una memoria, un susurro de la tierra. Pero es, sobre todo, una pregunta abierta. ¿Qué queda después de todo? ¿Qué somos sino lo que dejamos atrás —la huella, el eco, el amor?

En la radicalidad de su sencillez, Cristina ha aprendido a despojarse. Pintar sin querer impresionar. Crear sin buscar adornar. Decir sin gritar. En esta ética del menos, del silencio, del desapego, vibra una resonancia profunda con el pensamiento zen, con la arquitectura del tiempo lento, con la escucha contemplativa de la naturaleza.

En una época saturada de ruido, sus obras susurran. Invitan a bajar el ritmo, a mirar sin prisa, a sentir con hondura. No ofrecen respuestas; abren caminos. Como dijo el poeta Rainer Maria Rilke:

“Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.”

Esta frase, tomada de su Primera elegía de Duino, encierra una verdad luminosa: que la belleza auténtica —como la de Cristina— no es adorno, sino vértigo. Es el umbral hacia lo inabarcable, hacia lo sagrado, hacia lo invisible. La belleza que duele porque nos toca profundamente. La belleza que transforma porque nos enfrenta con lo que no podemos controlar.
En Cristina Gutiérrez, esa belleza no teme al abismo: lo abraza.

Su obra es una invitación a mirar más allá de la superficie, a habitar el silencio, a honrar lo esencial. Porque en el trazo, en la huella, en la piedra, en el mar… está también el alma.

Y allí nos espera.


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Sobre el autor:

Piter Ortega Núñez (La Habana, 1982). Crítico de arte, curador y periodista. Cuenta con una Maestría en Periodismo por City University of New York (CUNY) y una Licenciatura en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. En 2008 obtuvo el Premio Nacional de Crítica de Arte “Guy Pérez Cisneros”, otorgado por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas de Cuba. En 2022 fue merecedor de un Premio EMMY por su trabajo como reportero en la estación WXTV-Univision 41, Nueva York. Ha publicado 3 libros sobre arte contemporáneo cubano y ha curado decenas de exposiciones personales y colectivas. Es el Fundador y Director del canal TV Mi Gente, enfocado en temas de salud mental y física, espiritualidad y arte. Ortega reside y trabaja en Nueva York. 

 

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola piter,trato de leer todas tus publicaciones,bellas e interesantes,aprendo mucho de ellas, te deseo muchos más éxitos, sigue adelante!

Anónimo dijo...

Perdón pensé que mi nombre saldría,automaticamente,
soy Nancy Reyes ,exitos

Ele Rodríguez dijo...

Siempre maravilloso y asertivo. Leer a Piter es perderse en el regazo de la sapiencia constante. Gracias amigo por regalarnos tanto a cambio de tan poco.

Anónimo dijo...

Piter tiene el don de saber interpretar a través de el arte de la escritura. Empatia pura, ya que tiene la academia y además la pasión por lo que hace. Gracias, gracias, gracias. SOS plataforma de credibilidad para lo que he hecho ya desde bastante tiempo atrás.... 🙏🏼nuestros proyectos se cumplen.🙏🏼

Cristina Gutierrez dijo...

Soy la artista costarricense quien escribió arriba y de quien escribe Piter. Me encanta compartir mi obra, FB: Cristina Gutiérrez-Artista
Instagram: cristina_gutierrez_artista