Tomás Sánchez. "Paisaje cubano con crucifixión" (detalle). |
Desde la cima de una cruz desnuda, un Cristo silencioso contempla la espesura infinita de la isla. Su cuerpo, vuelto hacia la tierra cubana, permanece oculto para el espectador: no vemos su rostro, no vemos su dolor, no accedemos a su mirada. Lo único que sabemos de él —más allá de la iconografía que lo identifica— es su gesto de entrega absoluta, de sacrificio sin gloria. Tomás Sánchez, en este poderoso detalle de Paisaje Cubano con Crucifixión (1989), invierte los signos tradicionales de la Pasión para hacernos reflexionar, con crudeza y poesía, sobre el sufrimiento de un país.Este Cristo no es el Cristo europeo que suele mirar al cielo. Este Cristo está clavado frente a un mar de palmas, a la vastedad de un verde que, lejos de ser promesa de paraíso, es espesura densa, selva sin caminos, patria atrapada en sí misma. Es un Cristo mestizo, tropical, que asume la geografía y el dolor insular. No está en el Gólgota, sino sobre una colina imaginaria desde donde se domina —y a la vez se es dominado por— el paisaje cubano. Un paisaje que en la obra de Tomás Sánchez suele estar cargado de espiritualidad, pero que aquí se torna ambivalente: es bello y sin embargo inhóspito; es vasto pero encerrado; es tierra prometida y tierra abandonada.
Tres planos se articulan en esta pintura: el primero es el nuestro, el de los espectadores que asistimos a una escena sin rostro, sin consuelo; el segundo es el de Cristo, cuya presencia se vuelve mediadora, testigo, mártir; y el tercero, el más lejano pero también el más íntimo, es el de la Cuba simbólica que se extiende frente a sus ojos. El hecho de que Cristo mire hacia Cuba —y no hacia nosotros— es una inversión radical del gesto cristiano tradicional. No ha venido a salvarnos a nosotros, sino a acompañar, a sufrir con la isla. No nos llama, no nos promete, no nos consuela. Está allí, clavado, contemplando el paisaje como si lo llorara. Como si él también, como tantos cubanos, hubiera perdido la fe.
Pero acaso en ese gesto también se encierre una forma de esperanza. Porque este Cristo no abandona. No huye. No vuelve la espalda a Cuba. La mira. La contempla. Y esa mirada —aunque esté cargada de silencio, aunque esté herida— es un acto de amor radical. Su cuerpo desnudo es también un cuerpo ofrecido, un cuerpo que no oculta nada, un cuerpo que se entrega a la historia, a la naturaleza, a la nación.
En este Viernes Santo, día de muerte y de espera, Paisaje Cubano con Crucifixión resuena con una fuerza renovada. La obra, pintada en 1989, en los albores del Período Especial, es aún hoy un espejo de la angustia colectiva, de la soledad de una patria que ha visto desmoronarse sus utopías. Pero también —en la persistencia de esa cruz, en la firmeza de esa figura erguida frente al dolor— hay una sugerencia: quizá mirar a Cuba, aunque duela, aunque crucifique, sea la única forma posible de redención.
Porque mientras haya quien mire, quien acompañe, quien no desvíe la vista, habrá todavía humanidad.