El sueño del navegante chino
Una travesía hacia el inconsciente, desde el pincel de Fabelo
Sobre un plato de porcelana yace una cabeza monumental, cerrada al mundo por unos párpados suaves que guardan un misterio insondable. No hay sangre ni violencia visible. Solo sueño. Un sueño tan denso y profundo que sobre su superficie descansan criaturas imposibles: una sirena de carne y caracol, y sobre su lomo, un rinoceronte diminuto y azul, como surgido de una fábula o de un error del tiempo.
Así se presenta El sueño del navegante chino, una de las obras más potentes y misteriosas de Roberto Fabelo, el artista cubano que ha sabido hacer del cuerpo humano, de lo animal y lo fantástico, una forma de pensamiento. Fabelo no pinta realidades: las reinventa. Es un cartógrafo de lo insólito, un anatomista del absurdo, un fabulador de lo inconsciente. Y en esta acuarela de 2005, como en tantas otras de su obra, el sueño es tanto el medio como el mensaje.
El navegante, presumiblemente el dueño de la cabeza decapitada, no está muerto: está soñando. Pero su sueño ha tomado forma y ha emergido, como una isla flotante, sobre su cráneo expuesto. Lo onírico se vuelve materia; lo mental, paisaje. Esa cabeza dormida, redonda como el mundo, es un símbolo de la conciencia rendida ante el peso de lo inconsciente. Un mundo interno que, como un continente inexplorado, despliega sus propias criaturas: híbridas, improbables, profundamente simbólicas.
La sirena que descansa sobre el cráneo parece estar durmiendo también, como si soñara dentro del sueño. Su cuerpo es mitad mujer, mitad pez, pero su cabeza —en un gesto profundamente fabeliano— es un molusco: un caracol o quizás un coral. ¿Qué significa esta sustitución? Tal vez Fabelo nos está diciendo que en el sueño no hay lógica evolutiva, sino metamorfosis emocional. La sirena, símbolo clásico de lo femenino, de lo erótico y lo inalcanzable, aquí no seduce: duerme. Es un deseo desactivado, suspendido, introspectivo. Se repliega sobre sí misma, como un secreto que no quiere ser contado.
Y sobre ella, un rinoceronte azul. ¿Por qué? ¿Qué hace un animal tan corpóreo, tan terrestre, sobre el lomo de una criatura acuática? ¿Qué representa esa presencia rotunda, casi absurda? En Fabelo, los animales no son simples adornos ni extravagancias. Son extensiones de lo humano, metáforas encarnadas. El rinoceronte podría representar el peso de la historia, de la violencia, de la memoria colonial —como si ese sueño chino, ese imaginario asiático, llevara sobre sí el fardo de un pasado brutal e inconsciente. O tal vez es todo lo contrario: un tótem de fuerza, un guardián del sueño, una criatura que protege la vulnerabilidad del deseo dormido.
En cualquier caso, el resultado es un equilibrio imposible: una cadena de símbolos que, como muñecas rusas, se contienen unos a otros. El navegante sueña con una sirena que, a su vez, carga con un rinoceronte. Y todos están dormidos. El sueño se sueña a sí mismo. Y mientras tanto, la cabeza —cercenada, monumental, serena— permanece intacta, como si el viaje nunca hubiera sido marítimo sino interior.
Aquí, Fabelo no nos da respuestas. Nos lanza una provocación: ¿qué sueña el navegante cuando ya ha cruzado todos los mares? ¿Qué queda por explorar cuando el mundo externo ha sido domesticado? La respuesta parece estar en la imagen misma: queda el inconsciente, ese mar interno donde nadan sirenas de coral y donde los rinocerontes pueden caminar sobre la piel de los sueños.
En esa tensión entre lo bello y lo inquietante, entre lo fantástico y lo carnal, está la fuerza de Fabelo. Sus figuras nunca son totalmente ajenas. Nos inquietan porque, en el fondo, las reconocemos. Son partes nuestras: deseos, miedos, pulsiones, recuerdos. Son nuestra propia materia onírica hecha imagen.
El sueño del navegante chino no es un simple capricho surrealista. Es una alegoría sobre la conciencia moderna, sobre la hibridez de la identidad, sobre el cuerpo como archivo de símbolos. Es también una meditación sobre el viaje: ya no hacia nuevas tierras, sino hacia los territorios más profundos del alma. Y como en todo viaje real, uno no vuelve igual. Después de mirar esta obra, algo se mueve en el espectador. No se sabe qué. Pero se mueve.
Y eso —en el fondo— es lo que hacen los sueños verdaderos.
Piter Ortega Núñez
Nueva York, 11 de abril de 2025

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