viernes, 18 de abril de 2025

Cuba a los ojos de un Cristo crucificado

 

Tomás Sánchez. "Paisaje cubano con
crucifixión" (detalle).

Desde la cima de una cruz desnuda, un Cristo silencioso contempla la espesura infinita de la isla. Su cuerpo, vuelto hacia la tierra cubana, permanece oculto para el espectador: no vemos su rostro, no vemos su dolor, no accedemos a su mirada. Lo único que sabemos de él —más allá de la iconografía que lo identifica— es su gesto de entrega absoluta, de sacrificio sin gloria. Tomás Sánchez, en este poderoso detalle de Paisaje Cubano con Crucifixión (1989), invierte los signos tradicionales de la Pasión para hacernos reflexionar, con crudeza y poesía, sobre el sufrimiento de un país.

Este Cristo no es el Cristo europeo que suele mirar al cielo. Este Cristo está clavado frente a un mar de palmas, a la vastedad de un verde que, lejos de ser promesa de paraíso, es espesura densa, selva sin caminos, patria atrapada en sí misma. Es un Cristo mestizo, tropical, que asume la geografía y el dolor insular. No está en el Gólgota, sino sobre una colina imaginaria desde donde se domina —y a la vez se es dominado por— el paisaje cubano. Un paisaje que en la obra de Tomás Sánchez suele estar cargado de espiritualidad, pero que aquí se torna ambivalente: es bello y sin embargo inhóspito; es vasto pero encerrado; es tierra prometida y tierra abandonada.

Tres planos se articulan en esta pintura: el primero es el nuestro, el de los espectadores que asistimos a una escena sin rostro, sin consuelo; el segundo es el de Cristo, cuya presencia se vuelve mediadora, testigo, mártir; y el tercero, el más lejano pero también el más íntimo, es el de la Cuba simbólica que se extiende frente a sus ojos. El hecho de que Cristo mire hacia Cuba —y no hacia nosotros— es una inversión radical del gesto cristiano tradicional. No ha venido a salvarnos a nosotros, sino a acompañar, a sufrir con la isla. No nos llama, no nos promete, no nos consuela. Está allí, clavado, contemplando el paisaje como si lo llorara. Como si él también, como tantos cubanos, hubiera perdido la fe.

Pero acaso en ese gesto también se encierre una forma de esperanza. Porque este Cristo no abandona. No huye. No vuelve la espalda a Cuba. La mira. La contempla. Y esa mirada —aunque esté cargada de silencio, aunque esté herida— es un acto de amor radical. Su cuerpo desnudo es también un cuerpo ofrecido, un cuerpo que no oculta nada, un cuerpo que se entrega a la historia, a la naturaleza, a la nación.

En este Viernes Santo, día de muerte y de espera, Paisaje Cubano con Crucifixión resuena con una fuerza renovada. La obra, pintada en 1989, en los albores del Período Especial, es aún hoy un espejo de la angustia colectiva, de la soledad de una patria que ha visto desmoronarse sus utopías. Pero también —en la persistencia de esa cruz, en la firmeza de esa figura erguida frente al dolor— hay una sugerencia: quizá mirar a Cuba, aunque duela, aunque crucifique, sea la única forma posible de redención.

Porque mientras haya quien mire, quien acompañe, quien no desvíe la vista, habrá todavía humanidad.

Piter Ortega Núñez
Nueva York, 18 de abril de 2025

miércoles, 16 de abril de 2025

La Gran Farsa del Arte Contemporáneo: Una Burbuja a Punto de Estallar

 

© Piter Ortega, 2025

El arte contemporáneo atraviesa una crisis profunda. Es un hecho innegable, aunque muchos prefieran evitarlo. El arte, en su sentido más puro, ha perdido su capacidad de emocionar, de ilusionar, de sacudir el alma del espectador. Hoy, lo que llamamos “arte” no es más que un gran mercado inflado artificialmente, un negocio en el que la autenticidad ha sido sacrificada en el altar del capital y la especulación.


Lo que se exhibe en las galerías y ferias de arte ya no tiene nada que ver con la belleza, con el virtuosismo, con la exploración de lo humano. Ahora, cualquier objeto, cualquier concepto vacío, cualquier banalidad es elevada al estatus de “obra de arte” simplemente porque alguien con poder en el circuito así lo decide.


El arte como mercado: la inflación de lo banal


El arte contemporáneo ya no se mide por su impacto estético o filosófico, sino por su precio en subasta. Basta ver cómo artistas como Jeff Koons o Damien Hirst se han convertido en iconos del mercado sin haber producido nada que realmente conmueva a las personas.


Pensemos en la famosa escultura de Koons, Balloon Dog, vendida por 58,4 millones de dólares. ¿Qué nos dice una figura de un perro hecha de acero inoxidable con colores brillantes? Nada. Absolutamente nada. Pero el mercado lo ha convertido en un “gran artista” porque su obra se vende por cifras absurdas.


O recordemos la famosa banana pegada con cinta adhesiva de Cattelan (Comedian), vendida en Sotheby's en Nueva York por 6,2 millones de dólares. Un gesto vacío, una broma que revela lo superficial del sistema. Y sin embargo, fue celebrado como una obra maestra.


Estos ejemplos dejan en evidencia que el arte ya no responde a criterios de calidad o profundidad, sino a la pura especulación económica. Es un mercado inflado, una burbuja que en algún momento tendrá que explotar.


La muerte de la emoción en el arte


El arte siempre ha sido un vehículo de emociones, de cuestionamientos profundos, de conexiones con lo trascendente. Pero hoy, esas emociones han sido reemplazadas por la ironía y el cinismo. La provocación barata ha suplantado la verdadera transgresión artística.


El arte ha perdido su capacidad de generar asombro (como bien han explicado algunos, entre ellos mi querida amiga y colega Elvia Rosa Castro). Antes, uno podía quedarse horas admirando un cuadro de Caravaggio o un grabado de Goya, sintiendo algo indescriptible en el pecho. Hoy, uno entra a una galería de arte contemporáneo y se encuentra con una montaña de ropa sucia, con una pantalla proyectando imágenes aleatorias o con una sala completamente vacía con un título pretencioso.


Los artistas han olvidado la importancia de la técnica, del esfuerzo, de la maestría. La idea ha desplazado a la ejecución, y en muchos casos, ni siquiera hay ideas, solo ocurrencias.


Cuando todo es arte, nada es arte


Uno de los mayores problemas del arte contemporáneo es que ha perdido sus límites. Todo puede ser arte: una caja de cartón en el suelo, un inodoro en medio de una sala, un video de alguien bostezando durante horas. Y si todo es arte, entonces el concepto de arte pierde su significado.


El arte contemporáneo ha caído en la trampa del “conceptualismo extremo”, donde el objeto artístico ya no importa, solo la idea detrás de él. Pero, ¿qué sucede cuando esas ideas son superficiales, vacías, carentes de cualquier sustancia real? Nos quedamos con un arte sin alma, sin sentido, sin valor.


El artista inflado: la fabricación de ídolos falsos


Vivimos en una era donde los artistas son creados por el mercado y no por su talento. Se inflan artificialmente carreras de artistas mediocres porque los coleccionistas y las galerías necesitan nuevos nombres para seguir moviendo el dinero.


Banksy, por ejemplo, se ha convertido en un fenómeno global, pero ¿qué tan revolucionario es realmente su arte? Sus obras son efectistas, fáciles de digerir, hechas para el consumo masivo. Es un producto más de la industria del arte, un “artista rebelde” perfectamente diseñado para venderse en un mercado que necesita narrativa más que profundidad.


Otro caso es Damien Hirst, cuyo trabajo ha sido inflado por un sistema que busca la extravagancia sobre el contenido. Desde sus tiburones en formol hasta sus “pinturas” hechas por asistentes, todo su arte se basa en el espectáculo y el marketing.


Estos artistas son el equivalente artístico de las celebridades creadas por la televisión: figuras vacías, sin una obra realmente significativa detrás.


La burbuja del arte: un colapso inminente


Como toda burbuja especulativa, la del arte contemporáneo no puede sostenerse para siempre. En algún momento, el mercado se saturará, los coleccionistas dejarán de pagar cifras astronómicas por objetos sin valor real, y el sistema colapsará.


Pero la verdadera pregunta es: ¿qué quedará después de la caída? ¿Podrá el arte volver a su esencia, a la emoción genuina, al esfuerzo, al talento? ¿O simplemente será reemplazado por una nueva forma de negocio disfrazado de cultura?


Es tiempo de cuestionar el rumbo del arte, de exigir más a los artistas, de devolverle al arte su poder de conmover y transformar. Mientras sigamos alimentando esta burbuja, estaremos contribuyendo a la gran farsa del arte contemporáneo.


Píter Ortega Núñez

Nueva York, 16 de abril de 2025

La hora dorada: viaje hacia el centro del alma

 



“The Golden Hour”. © Noel Léon.
En The Golden Hour, Noel León nos enfrenta a un umbral. No es solo una pintura; es un portal suspendido entre lo visible y lo intuitivo, entre la luz y la sombra, entre el día que muere y la noche que despierta. Esta obra, vibrante en oro y oscura en su núcleo, invita al espectador no solo a mirar, sino a ser mirado por ella. Porque hay obras que observan desde dentro, que nos cuestionan. Esta es una de ellas.

El centro de la pintura es una esfera negra, densa, poderosa. ¿Un sol eclipsado? ¿Un agujero negro? ¿Un ojo cósmico? ¿O acaso un corazón sombrío latiendo al borde del crepúsculo? La forma evoca la imagen del sol cuando comienza a ocultarse en el horizonte, justo en esa "hora dorada" en que la luz se suaviza, se torna miel y la atmósfera parece hecha de nostalgia y revelación. Esta hora mágica es conocida entre fotógrafos y místicos: el momento en que el mundo se vuelve más bello, y también más honesto.

Ese disco oscuro en el centro no es simplemente una ausencia de luz, sino una concentración de misterio. Desde él, el amarillo estalla hacia afuera como un aura —una explosión de energía o un eco del último aliento solar. Pero lo que más inquieta es lo que habita dentro de esa sombra: una forma que se adivina corazón, o quizá dos cisnes abrazándose, fundiéndose. ¿Es el amor en la penumbra? ¿La unión de opuestos? ¿El alma encontrando su reflejo en la oscuridad?

A la derecha, dos palmas sobre una isla negra evocan la soledad tropical, el aislamiento sereno de quien ha elegido retirarse al borde del mundo. Las palmas, erguidas, parecen antenas hacia lo divino. A la izquierda, otras formas similares —quizás plantas, quizás llamas— apuntan hacia abajo, como raíces, o como gestos de rendición. Dos planos, dos hemisferios simbólicos: uno elevado, otro sumergido. El arriba y el abajo. La conciencia y el inconsciente. El yo y su sombra.

El mar, amplio y dorado, ondula en primer plano con pinceladas de púrpura que cortan el amarillo como venas de un cuerpo viviente. Es un mar sin horizonte visible, sin fin ni origen. La reflexión es total: todo se duplica, todo se espejea. Pero el espejo no es claro, sino líquido, inestable. Como la memoria. Como la emoción.

Los pájaros en el cielo —dos apenas insinuados— podrían ser almas o pensamientos que escapan. Volar hacia la izquierda, hacia el pasado. Son fragmentos de una historia que no se cuenta, pero se presiente.

Desde una lectura simbólica junguiana, podríamos ver en esta obra el tránsito del yo hacia el sí-mismo: el viaje a través del inconsciente (la esfera oscura) en busca de integración. Desde una perspectiva oriental, podría leerse como el yin y el yang en pleno equilibrio al atardecer. Desde la fenomenología del arte, la obra se nos presenta como una epifanía: una revelación donde lo sensible toca lo eterno.

Pero quizás la mejor forma de entender The Golden Hour es como una meditación sobre el instante. Ese breve espacio en que el mundo no es ni día ni noche, ni sombra ni luz, ni certeza ni duda. Es un umbral que no se atraviesa caminando, sino sintiendo.

Noel León no pinta una escena: pinta una emoción suspendida en el tiempo. Su óleo no representa, sino que invoca. Como el ritual ancestral de mirar el sol poniente —la práctica de "sungazing", que algunos creen revitaliza el espíritu—, esta obra propone un acto de contemplación: mirar al centro del sol, mirar al centro de uno mismo, aunque eso signifique mirar la oscuridad.

Y es que The Golden Hour no es solo una imagen: es una pregunta que nos lanza la luz cuando comienza a morir.
¿Quién soy yo cuando todo se oscurece?

Piter Ortega Núñez

Nueva York, 16 de abril de 2025

viernes, 11 de abril de 2025

 

El sueño del navegante chino

Una travesía hacia el inconsciente, desde el pincel de Fabelo

Sobre un plato de porcelana yace una cabeza monumental, cerrada al mundo por unos párpados suaves que guardan un misterio insondable. No hay sangre ni violencia visible. Solo sueño. Un sueño tan denso y profundo que sobre su superficie descansan criaturas imposibles: una sirena de carne y caracol, y sobre su lomo, un rinoceronte diminuto y azul, como surgido de una fábula o de un error del tiempo.

Así se presenta El sueño del navegante chino, una de las obras más potentes y misteriosas de Roberto Fabelo, el artista cubano que ha sabido hacer del cuerpo humano, de lo animal y lo fantástico, una forma de pensamiento. Fabelo no pinta realidades: las reinventa. Es un cartógrafo de lo insólito, un anatomista del absurdo, un fabulador de lo inconsciente. Y en esta acuarela de 2005, como en tantas otras de su obra, el sueño es tanto el medio como el mensaje.

El navegante, presumiblemente el dueño de la cabeza decapitada, no está muerto: está soñando. Pero su sueño ha tomado forma y ha emergido, como una isla flotante, sobre su cráneo expuesto. Lo onírico se vuelve materia; lo mental, paisaje. Esa cabeza dormida, redonda como el mundo, es un símbolo de la conciencia rendida ante el peso de lo inconsciente. Un mundo interno que, como un continente inexplorado, despliega sus propias criaturas: híbridas, improbables, profundamente simbólicas.

La sirena que descansa sobre el cráneo parece estar durmiendo también, como si soñara dentro del sueño. Su cuerpo es mitad mujer, mitad pez, pero su cabeza —en un gesto profundamente fabeliano— es un molusco: un caracol o quizás un coral. ¿Qué significa esta sustitución? Tal vez Fabelo nos está diciendo que en el sueño no hay lógica evolutiva, sino metamorfosis emocional. La sirena, símbolo clásico de lo femenino, de lo erótico y lo inalcanzable, aquí no seduce: duerme. Es un deseo desactivado, suspendido, introspectivo. Se repliega sobre sí misma, como un secreto que no quiere ser contado.

Y sobre ella, un rinoceronte azul. ¿Por qué? ¿Qué hace un animal tan corpóreo, tan terrestre, sobre el lomo de una criatura acuática? ¿Qué representa esa presencia rotunda, casi absurda? En Fabelo, los animales no son simples adornos ni extravagancias. Son extensiones de lo humano, metáforas encarnadas. El rinoceronte podría representar el peso de la historia, de la violencia, de la memoria colonial —como si ese sueño chino, ese imaginario asiático, llevara sobre sí el fardo de un pasado brutal e inconsciente. O tal vez es todo lo contrario: un tótem de fuerza, un guardián del sueño, una criatura que protege la vulnerabilidad del deseo dormido.

En cualquier caso, el resultado es un equilibrio imposible: una cadena de símbolos que, como muñecas rusas, se contienen unos a otros. El navegante sueña con una sirena que, a su vez, carga con un rinoceronte. Y todos están dormidos. El sueño se sueña a sí mismo. Y mientras tanto, la cabeza —cercenada, monumental, serena— permanece intacta, como si el viaje nunca hubiera sido marítimo sino interior.

Aquí, Fabelo no nos da respuestas. Nos lanza una provocación: ¿qué sueña el navegante cuando ya ha cruzado todos los mares? ¿Qué queda por explorar cuando el mundo externo ha sido domesticado? La respuesta parece estar en la imagen misma: queda el inconsciente, ese mar interno donde nadan sirenas de coral y donde los rinocerontes pueden caminar sobre la piel de los sueños.

En esa tensión entre lo bello y lo inquietante, entre lo fantástico y lo carnal, está la fuerza de Fabelo. Sus figuras nunca son totalmente ajenas. Nos inquietan porque, en el fondo, las reconocemos. Son partes nuestras: deseos, miedos, pulsiones, recuerdos. Son nuestra propia materia onírica hecha imagen.

El sueño del navegante chino no es un simple capricho surrealista. Es una alegoría sobre la conciencia moderna, sobre la hibridez de la identidad, sobre el cuerpo como archivo de símbolos. Es también una meditación sobre el viaje: ya no hacia nuevas tierras, sino hacia los territorios más profundos del alma. Y como en todo viaje real, uno no vuelve igual. Después de mirar esta obra, algo se mueve en el espectador. No se sabe qué. Pero se mueve.

Y eso —en el fondo— es lo que hacen los sueños verdaderos.

Piter Ortega Núñez

Nueva York, 11 de abril de 2025